sábado, 16 de abril de 2011

FIESTA NOCTURNA (NUNO JÚDICE)

Al final del siglo diecinueve, cuando los anarquistas esperaban
el fin de las familias reales, y las familias reales es-
peraban el fin de los anarquistas, y nadie sabía de
qué lado ponerse, los poetas leían manuales de civis-
mo y etiqueta. De hecho, las veladas en sociedad
sustituían a las discusiones de estética. Ya se oían
en las calles los primeros tiros de un conflicto que aún
no había empezado; los museos militares cerraban sus puertas
para renovación; catálogos de retórica circulaban
entre los jefes - y todavía no habíamos llegado al café, ni
se oía el primer brindis de la fiesta nocturna. "Son así
los fines de siglo", me preguntó la chica que el
azar había puesto a mi lado (una pianista, según percibí por la colo-
cación de los dedos en el mantel de lino, y
por la tarjeta que la anunciaba, a la entrada). "Las reglas
de la Historia", le dije, "son imponderables como la
hoja del ciprés en un día de tormenta". De hecho,
no sé si ella tendría un motivo para reírse de lo que dije - pero
se rió, en el tono delicado de quien tenía
que responder a algo. Fui yo quien no tenía 
nada para decirle: y, así, le dije la primera
cosa que el azar me trajo a la cabeza. Los fines de
siglo sólo sirven para respuestas superficiales; y es
natural que una pianista se ría cuando no hay nada
más que hacer, en una cena de compromiso. "Sin embargo",
me dijo, "si el tiempo es malo por qué no podríamos
quedarnos, junto al hogar, bebiendo licor y hablando
sin nada que decirnos?" Me acuerdo, ahora, que los anar-
quistas y los reyes tampoco se hablaban. Unos, en efecto,
no eran de la familia de los otros; y la Historia separa
las clases con una cierta lógica. Que tendría un rey
que decirle a un anarquista? (me dieron ganas de preguntarle a la 
pianista). Pero la noche llegaba al fin; y por las
ventanas nada de lo de afuera se translucía, ni estrellas,
ni nubes, ni la lluvia que ya golpeaba en los vidrios.











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