Hace tiempo se han cortado las imágenes negras
que sacudían, justo adelante tuyo,
tu propia vida: un rastro que era un sitio.
Tosías, en la puerta del sur
y ensuciabas el pañuelo del odio
con los insultos y sepulcros
abiertos. Los templos ya han sido vaciados,
nunca la ausencia había sido tan fértil
y todavía falta contradecirse más. Hay que ser
más valiente y más ridículo.
Y así, cuando imponemos que el otro se cure
no hacemos más que buscar
y arrastrar nuestra antigua paz.
Queremos, finalmente, que nos dejen solos,
o a solas con locos que nos reciten versos
de vidas extraviadas, a oscuras,
con palabras que sean tristes, como tratados
divinos, o como la abstracción
implacable que ha de sobrevivirnos.
Da igual, solamente importa la batida,
la cantidad de desconsuelo que chorrea
y aquello que podamos hacer si conseguimos
tolerarla. Que explique lo
que hacemos: respirar con el cerebro y
oxidarlo todo con la gramática.
Rezar y rezar para no ahogarnos
y, con ánimo renovado, evaluar
las víctimas como hierba estéril
y confortable. Levanté la mirada
muchas veces la levanté hacia el cielo
para poder ver a mis rivales y repetir
la escena como la sangre. Fui un
inútil. Y nadie fue capaz
de hacerme yacer, como hubiera hecho falta,
después de una golpiza, antes de hacerme viejo
y ser ultrajado al fin por la vergüenza
de ser siempre, cada día, el más necio. Y ahora
sabiendo de lo que es capaz
un hombre con el hombre, puedo cavar mi reino
y enterrarme: sólo necesito
la tierra para encontrarme. Siento el sonido
de campanadas y pido
desde lejos perdón. Deshago el libro
de las horas porque tengo cien años.
De pronto, apoyo mi cabeza entre las manos
y marcho noche y día en busca
de la tempestad, con los gritos que nos trae el aire.
Paisajes oscuros y minados,
que voy a describir con mi melancolía
vulgar, y que podrían
sernos arrebatados por el engaño, en forma
de consuelo. Con cada brazo a tierra
vaciamos sólo lo que nos han cedido:
la limosna nos salva, incluso
si es cancerosa, esa es la trampa.
Y la risa breve que se nos escapa
después, cuando nos damos cuenta por el cuello, nos vuelve
lo bastante infelices como para seguir
el desmesurado círculo de los cansados.
Tenemos la suficiente fe para ver la
pared arañada y no queremos,
en cambio, hacernos cargo de
las uñas mojadas de barbaridad,
que lentamente la han ido construyendo.
Sólo nos soportamos en sueños cortos.
Despiertos, no hacemos más que correr
como perros sin dueño: las panzas exaltadas,
espasmos en bandada que
sólo quieren volver, volver de donde sea.
Dormir, la verdad, no es suficiente.
Queremos que el pensamiento repose y ob-
tener la gracia de un nuevo texto
sobre ninguna cosa. Sólo me aguanto por
este tipo de visiones.
Tendría que lanzar la piedra contra
los hombres y esconder la honda
y el gesto, en medio del basurero
podrido que es esta escritura.
Tendría que convertirme en mi propio
bufón para ser el profeta
equilibrista inválido, que mueve
el mundo, dosificando las heces
que se salvan del miedo. Así podría
entretener a hígados y cuervos
con palabras como "Al principio fue
el verbo" o como "Así es
mejor: ser conciente de que te menosprecian". Y no
estaría mal. Tendría que.
Seguro que tendría que. Cuando todo final
a la fuerza no puede ser sino
hacer la silla para que otro se siente.
Talvez de noche, y con una madera
entre las manos, sustituyendo a la cabeza.
Talvez junto a la tristeza
de haber llorado siempre demasiado al hablar.
Talvez más tarde, recuperando
la calma atravesada por el peligro
de no haber dicho aquello que sentimos,
de no haber visto nada, y de no haber vivido lo bastante.
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