sábado, 7 de mayo de 2011

PEQUEÑA GUERRA (GABRIEL FERRATER)

Llevaban minas antitanques, inútiles
y pesadas como un símbolo histórico,
envueltas en mantas mojadas
de olores antiguos, romero y sudor
de mulas. Y también ametralladoras
desmontadas de los cazas alemanes
y metralletas de chatarra inglesa.
En grupos de dos o tres, muy separados
los unos de los otros, ínfimos y tozudos
como la carcoma de un gran tronco abatido,
los maquis agujereaban el Pirineo.
Fue una guerra de las más pequeñas
que conocimos. Lo único que me pusieron delante
fue un cadáver. El de una campesina
de Aragón, que había subido 
a un camión militar, y también hizo
de símbolo fácil. Distrajo 
al chofer y al mecánico, y los tres
cayeron desde un puente. La muchacha
tenía una lesión clara, nada 
interesante, pero los médicos que hacían 
la autopsia le encontraron, en el tobillo,
una deformidad remarcable, de origen
hereditario, absorbida por raíces
muy remotas del árbol de la raza.
Y el dolor de un momento, junto con el placer
que lo había traído, perdían importancia
delante de ese defecto milenario,
sordo y establecido. Nada individual.
Fue una guerra, aunque haya sido pequeña.
Y aunque haya sido fantástica, tampoco había
nada personal en la náusea
que me agarró, en un instante del largo examen,
con la ajuda del sol, que castigaba 
duramente el cobertizo arrinconado y la era
hirsuta de un rastrojo de cruces y de huesos
que era aquel cementerio del pueblo,
cuando el hedor de muerte me pareció
el olor de un sexo sucio. Quiero decir
que yo era tan joven como lo son
los que van a las guerras, y la carne
les da miedo, y la destrozan y abusan de ella.
Todo emblemático, inmemorial.






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