Como higuera en un campo de golf es tal vez el libro más exigente de Antonio Cisneros. Varias veces se acerca este poemario a la noción de que la poesía no es otra cosa que la repetición de lo ya dicho, del “lugar común”, —actitud que coincidiría con el neoclasicismo de fondo de buena parte de la poesía latinoamericana entre, digamos, 1970 y 1990, si no fuera porque aquí la apuesta es llevada al punto más extremo. Si, en cuanto a la forma de expresión de un poema, un canto de Armando Manzanero puede suministrar la forma absoluta, inmejorable, de una emoción, a pesar del “amor viejo por el viejo arnold schoenberg”, entonces renovar la forma y el lenguaje poéticos será un imposible. Cisneros no rehúye esa condición, no pone su fe en la recurrencia a dispositivos nuevos, como luego iba a ser, en los años 70, el recurso del “habla popular” como manera de ponerse al día. Su apuesta es más difícil: que la poesía consista en la verdad de la emoción y si esto suena a “algún Romanticismo”, nos dice el libro, que así sea.
Esa verdad pasa, sobre todo, por el hecho de haberse vivido: no tiene otro modo de comprobarse, y así el riesgo asumido tiene que ver con la posibilidad de que la vida no tenga nada de trascendente. Los lectores que ya conocen la obra de Cisneros se darán cuenta de que los libros posteriores, comenzando por El libro de Dios y de los húngaros, reemplazan esa ausencia por cierta fe cristiana, lo cual en realidad no quiere decir que no expresen la misma angustia. Salirse de sí, llegar a un más allá de la situación, sea su signo Lenin o las golondrinas de Bécquer o la Asunción de la Virgen, o esperar que las marcas en el mapa —ya sean éstas marcas del colonialismo o de mezquindades más caseras, como las de las moscas en la pared— sean removidas y “todo quede limpio y azul”: esas esperanzas han sido vaciadas ya y con ellas eso que otorga al lenguaje la dimensión de la futuridad. No se trata de una pose, de una melancolía postiza, sino de algo así como un estrecho por el que tienen que pasar las palabras.
El desfiladero por el que deben pasar los poemas es el punto de la ausencia: ausencia de las personas queridas, de los lugares visitados, de los paisajes peruanos, pero también —y esto es lo más importante— ausencia de la propia persona de la vida que ha vivido. Lo que quiebra el molde, es decir, lo que elude el riesgo de un sentimentalismo burdo, es ese ya no estar: “ya no hay lenin ni martí que puedan devolverme la casa de ayacucho (no esa casa)”. ¡Tanto depende de esa palabra “esa”! Es el punto de la ausencia en que todo lo vivido se reúne.
Se necesita un pulso fuerte para mantener abierto ese abismo y no llenarlo con nostalgia o piedad. Los lectores decidirán. Lo cierto es que Cisneros se presenta sin piedad (‘pienso en todo el mundo, nunca en mí / ¿Ante quién te disculpas, pelotudo?’) La fuerza de su ironía no depende de la finura de matices (a veces es gruesa) pero sí de la decisión de no mentir, lo cual, por supuesto, requiere la capacidad de mentir. El poema de título estupendo, “Sale Filis y entra Cintia, y sale Cintia también’” termina vaciando su propio tono y retórica (“este tono romano ya no tiene ni chiste ni final”). El ropaje (neo)clásico de repente cae del todo y se abre el vacío.
Si el vacío define la condición de la libertad (pensemos en Shelley frente a los grandes espacios de los Alpes), el vacío de estos poemas es más bien un no hay ya dónde estar: “a mí me duelen los huevos la memoria las últimas costillas voladoras.” Y a la vez la casa, y todo lo que la hace habitable —el amor entre otras cosas— es de gran importancia en este libro. Y el tiempo desgasta, no permite la repetición (“Londres vuelto a visitar”). Los lugares comunes no salvan de la angustia (“El rey Lear”) porque “con la muerte / se acaban las imágenes”. Lo cual no impide que haya muchas imágenes, imágenes que nos acercan a la cualidad física de la existencia, al cuerpo, a los animales, las moscas, los cangrejos: seres y cosas que están allí, que ocupan el espacio, que reciben el tiempo vivido. No es que no haya coartadas, las hay muchas en este libro: la imitación de formas clásicas, el léxico a veces arcaizante, cierto tremendismo, la autoironización complaciente; lo que pasa, al final, es que al igual que la arquitectura “no nos salvan”.
William Rowe, junio de 2012
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