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Hacia la península viajamos durante toda esa primera noche
- nuestra única certeza en medio de las oscuras aguas
fue la música tribal expresada por la autoradio de una patrulla
de policía estacionada en la playa; hacia la península viajamos-,
viajamos toda esa primera noche y buena parte de la mañana siguiente.
Desde la proa era posible observar el aro rojo compuesto
por siete estrellas suspendidas sobre el puerto. No pude descifrar
esa inicial premonición, y aún haciéndolo de poco
nos habría servido. Pues para vencer a algo ese algo debe ser algo:
el río Annisquam discurriendo silencioso -una mancha de tinta
avanzando por el ceramio pardo-, las casas de los pescadores,
alineadas como bueyes, los árboles altos como árboles.
No muy lejos de la playa la relación entre el tiempo y la memoria
se derrumba sobre la arena con los tendones cubiertos de sangre.
Su nombre está relacionado a la vez con la vegetación primaveral.
Antes de caer herida era una mujer tan persistente
como la ceniza en el fondo de un vaso mojado. Imposible para ella
seguir ahora al policía jóven y calvo que deserta y desanda
la autopista, evitando a quien le pregunte por su adolescencia
o sus lágrimas, abandonando la patrulla frente a la costa con el radio
sintonizando a todo volumen la Hora Radial de la Colonia Gabonesa,
cuyas festivas canciones guiaron nuestra embarcación
a través de la noche, cerrada y en tensa vigilia.
Una gran cama donde duermen por lo menos siete hombres.
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