sábado, 26 de octubre de 2013

ELEGÍA (ABRAHAM GRAGERA)


Ah las tardes en tierra de suicidas
—allí la primavera es amenaza
y el árbol siempreverde, sucio y mudo,
como hecho de esperanza condensada—
que juntos contemplamos en silencio.
La quilla de las olas, la escollera,
el chillo de gaviotas impasibles.

Ah los pueblos con sombra de bahías,
con nombres que aún navegan en los versos
de antiguos amadores despechados
—muere la voz, no el canto—
donde la Historia es literatura,
despojos que se acercan a las playas
tan sólo para señalar la orilla
que mantiene alejado al infinito
de divorcios e infiernos, del hogar.

Mientras paseabas, Cintia, en plena Bayas,
dos mil años después y unos kilómetros
al norte, dibujando festones en la arena,
ignorante del tiempo y sus costumbres, supe
que tú serías mi casa y mi hipoteca,
la vida que no cabe en este verso.
Parecías una suicida
saliéndose por la tangente.

Anochecía. Pescadores sin estrella
—astrunautas descalzos— regresaban
torvamente a sus bases.
En fábricas lejanas
las sirenas tañían sus trompetas
humeantes. El sol
pastaba en campos abrasados
y el horizonte no era
ya una interferencia.

                                                     Un cangrejo —Orfeo—
remontando la orilla con premura
en busca de un lugar vacante,
fue cuanto nos mostró la arena
antes de ahogarse.



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