La zarza. Sí. Ardió como dijeron,
encendida como un roble en octubre —salvo
que no existía octubre en Egipto. Las voces
vinieron hasta mí y me pidieron que me quitara los zapatos,
y así lo hice. Ese desierto está lleno de zapatos de hombre.
Y la llama gritó Soy
lo que soy.
Soy lo que sea que
soy,
y nada puede pero algo
debe ser hecho
al respecto. Si
alguien
preguntase, todo lo
que puedes decir es: Yo mismo me he enviado.
Fui, pero llevé a mi hermano para que hablara
él, y yo me ocupé de los trucos — el Nilo
lleno de tripas de peces y ranas, el aire opaco
y apretado como una costra, el granizo candente,
y erupciones, y chinches, y cuando nada funcionó como debía
los matamos y huimos. Les robamos cada
maldita cosa que pudimos pillar y cargar
y llevarnos, y cruzamos el pantano en bajamar
con el viento a favor, y nos adentramos en el desierto. Los
animales
murieron, por supuesto, pero nosotros continuamos andando.
Abrahán subió tranquilo. Nosotros tomamos
la ruta ignorada y comimos escarcha y usamos
un volcán como compás. Yo no tenía ningún plan.
Fuimos hacia las montañas. Siempre había querido
morir en las montañas, no en aquel delta.
Ni tampoco en un bote, de noche, en las aguas crecidas.
Viajamos sobre piedras muertas, bebimos agua muerta,
y la escarcha no era exactamente escarcha.
Se quejaban de que sabía a cilantro,
pero no hay dos hombres que estén de acuerdo sobre el sabor
del cilantro. De todos modos,
la comíamos, y de vez en cuando cazamos codornices.
Hombres y semi-hombres y mujeres, caminábamos
lentamente por esas colinas que explotaban
en laberintos de escoria. El aire nos lamía
como una lengua caliente, retorciéndose y agitándose y
balbuceando
a través del humo como hombres sofocándose o ahogándose,
diciendo
Ojo por ojo, y en
ciertas ocasiones
dos ojos por un ojo. O
bien me modelas
en aire fino o bien en
palabras que no han sido escritas, pero no en madera,
ni en metal. Huí del
metal cuando el metal
golpeó el molde. No me
convertirás en imagen alguna
que no se mueva cuando
yo me mueva, y se mueva
con mi soltura. ¡Moisés!
¡Sube!
Fui, pero me puse los zapatos y llevé un odre.
Escalé todo el día, con el polvo abriendo agujeros
en mi abrigo, y asfixiándome, y las rocas cocinándome.
Lo que encontré fueron un par de piedras planas
con marcas como si la montaña hubiese escrito en ellas.
Estuve allí durante una semana, esforzándome en enfriarlas,
hambriento y sudando e incapaz de entenderlas,
y al bajar, caí, y las dos se rompieron.
Encima de todo, allí abajo los encontré a todos babeándose
con las estatuillas baratas de Aarón, y a Aarón
desternillándose.
Volví a subir a buscar nuevas piedras
y las voces se me abalanzaron esa vez y me arrojaron
allí sobre las rocas y me dijeron que podía verlas.
Tenían razón. Las podía ver. Estaba de pie justo detrás de
ellas
y las vi. Vi la parte de dentro de las máscaras,
y lo que vi es lo que siempre he visto.
Vi el fuego, y crecía y se extendía
sin acercarse a mí. Vi nada,
y se expandía a mi alrededor.
Cogí dos piedras planas y las grabé
para que dijeran lo que me pareció que dos piedras
debían decir, y las llevé hasta abajo sin dejarlas caer.
Las ampollas deben haber doblado mi tamaño, y Aarón dijo
que casi resplandecía en la oscuridad cuando bajé.
Así y todo, me pareció que estaba ejecutando mis trucos
más seguido que en Egipto. Tuve que hacerlo,
para contenerlos. Había que llevarlos a una nueva tierra,
y todos estaban llenos de refranes idiotas e ideas
disparatadas
acerca de los rumbos. Aarón y yo
les gritábamos día tras día, y a pesar de eso
murieron. Algunos de debilidad, es cierto, pero muchos otros
murieron por ser fuertes. Los niños aguantaron lo más
que pudieron, que era lo único que habían aprendido —pero
sin
saber qué hacer con un arado, sin
saber qué es un río. ¿Qué hubieran podido hacer
si llegaban allí? ¿Cómo hubieran podido saber siquiera qué
desear?
Les había prometido tierras de pastoreo, manzanos, cedros,
cascadas, nieve en los montes, pozos de agua
dulce en lugar de aquellos arroyos, uvas salvajes...
Palabras. Y sea cual sea el modo en que las digo, sólo
palabras.
Ya no sé ni porqué las digo, aunque
a los niños les guste oírlas. Vienen cuando los llamo
y sus ojos brillan, pero la luz que tienen está vacía.
Es demasiado clara. Contiene, solamente, esa claridad.
Pero vienen cuando los llamo. En un tiempo les cantaba
una canción sobre un águila y una piedra, y cada vez
que la cantaba, de algún modo parecía que la canción hubiera
cambiado
y las palabras se desvanecían a la luz del sol. Ya no
recuerdo
la canción, pero recuerdo
que la cantaba, y la canción era la ley, y la ley
era la canción. La ley es una canción, estoy seguro...
Y trepé hasta la cima de este despeñadero. Dijeron
que podría ver la tierra nueva
si me sentaba aquí, y creo que es así, pero mis ojos
ya no son tan fuertes, y yo ya estoy cansado de mirar.
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