siguiendo el rastro
de la caducidad reinante: gaviotas descarnadas,
caras que se harán viejas, insectos
contra un parabrisas
como ideogramas del futuro. Y aún parece posible
redefinir el vértigo con eslabones de asma,
con lingotes de suerte de otros días.
No hay palmeras aquí, sólo cuerpos sumidos
en su propia visión utilitaria. Van y vienen
sobre el mapa de aceras, atraviesan
jardines donde los niños amplían el verano
bajo grises costillas de cobre. Dos horas
y media tormenta estallan
para que vuelvas a casa sola
con el cuello más erguido
y los hombros pidiendo limosna.
Aún sabemos hacer de la conversación
una ficción
de anonimato mutuo. Pero hagamos
balance: las gaviotas son cisnes
de extrarradio, no simbolizan nuestra vida.
Lo has olvidado:
al acercarse al foco las sombras se agigantan
como verdades con textura. Y cómo éramos
precoces en lo que no supusiera enumerar
o comprender. Podría equivocarme
pero esas flores tan blancas, en la terraza,
no duermen nunca.
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