Parménides no era ningún tonto. Parménides
sabía que la costa de Campania
no era el límite este del Egeo,
que no era Focea,
y que los ricos pozos de Calabria,
a pesar de Pitágoras,
eran tachos llenos de polvo comparados con
Mileto.
Mayores: sí: eso seguro.
La gran frontera, y las olas del Tirreno eran
extrañamente igual a Texas,
y el mero
tamaño de todo eso pudo haberlo cautivado.
Parménides habló
y Parménides fue capaz de observar
que su voz se secaba bajo el peso de las rocas enormes
y que sus sueños eran pálidos
como pirita, o más pálidos, como la ganga
molida y separada del metal jónico.
Treinta años rarísimos, y treinta líneas perdidas
en ejes de carretas, bisagras de puertas, caballos, velos
y muchachas del sol, y de pronto
Parménides
olfateándose él mismo, atrapó una idea
con los dientes y la mordió, cantando:
... las cosas que devienen,
aunque existen, en verdad
tienen que estar ahí
siempre. En todas partes.
Y Parménides se tiró entre los pastos duros, entre bosta
de cabra, imaginando y pensando
en todo eso ahí como un entretejido, su mente soltándose
y devorando, intentando pasar la cascada:
sus lóbulos bombeando como pulmones, como un músculo,
sus nervios tronando tras los bastidores de los huesos
y toda el cargamento de su corazón
cayendo encima de él:
diosas, muchachas, agua blanca, olivos,
huevas de tiburón, la neblina del mar,
el ojo migrador de la platija
... tienen que estar ahí
siempre. En todas partes.
Y esa revelación
angustió y dejó estupefacto
a Parménides.
Sin embargo se obligó a continuar,
sofocado por el agotamiento, tragó saliva, y arremetió
con todo su conocimiento de embarque: todas las cosas
entremezclándose hasta alcanzar
finalmente, sólo
la infinita, completa,
indivisible quietud:
la cerradura
del cofre de la creación.
Parménides entonces abrazó las leyes
y escribió numerosos estatutos,
un número muy grande de estatutos
que, según Plutarco,
fueron impuestos durante algunos años en Elea.
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